jueves, 30 de abril de 2020

IMAGINA . . . . . . .

Capítulo VII 
El pueblo vivió una gran expectación ante la llegada del buque extranjero.


Por la tarde, Toño se acercó al muelle para verlo de cerca. Era cierto lo que divisó desde lo alto del patio de la parroquia, una carabela tan grande y robusta como la suya; la quilla estaba adornada por un mascarón oscuro, llevaba el escudo inglés y dos tibias cruzadas.

Se dirigió con curiosidad hasta la posada “Estrella”, la más cercana a los muelles.
Se oían voces, pero una destacaba entre ellas. Creyó reconocerla y se estremeció de arriba a bajo; abrió la puerta y entró despacio, incrédulo, ante el recuerdo que le hervía en la cabeza. Aquel hombre alto y fuerte se volvió al hacerse el silencio en el local.

-¿Toño?

Su corazón le golpeaba en las sienes, como cada recipiente de la noria del molino al chocar contra la corriente del agua.

-¿Tinín?

Se fundieron en un abrazo inmenso, retrasado durante toda una década. Con lágrimas en los ojos se golpeaban las espaldas sonoramente ante la curiosidad de los vecinos y de sus tripulantes, algunos ciertamente malencarados. Los amigos se miraron de arriba abajo.
Toño vio ante sí un hombre curtido, bien vestido, le asomaban los volantes de una camisa de seda, vestía chaqueta y pantalón en bruñido cuero, el cinto de través sobre el ancho pecho del que pendía un sable anchisimo y reluciente; al otro lado, metido entre el cinturón y el pantalón, llevaba un pequeño arcabuz. Su pelo largo y liso, enmarcaba aquellos ojos que recordaba perfectamente, tan claros como siempre, pero que ahora destellaban con cierta dureza. Sus botas a media caña iban ceñidas a la pantorrilla, con alto tacón y puntera de figurín. Todo oscuro, ciertamente lúgubre. Tenía sobre la mesa un sombrero negro de copa alta, ribeteado con una puntilla blanca, y en su dedo pulgar
izquierdo, un enorme anillo de oro con una piedra negra.
Pensaba Toño que su aspecto era muy diferente; él tan sólo portaba un pequeño puñal para cortar alguna cuerda o para limpiar el óxido de alguna cadena; su chaqueta estaba hecha en cuero marrón y el resto de la ropa en buena lana de las ovejas castellanas.
Se sentaron sobre dos taburetes, apoyaron sus brazos y la bebida sobre la tapa de un barril vacío.

-¿Cómo es que nunca supe de ti?

-Porque me recogió un barco corsario inglés, después de diez días a flote sobre los restos del bote, estaba a más de cien leguas de la costa. Casi me tiran al agua pues pensaron que estaba muerto. Me dijeron que tardé tres días en recuperar el conocimiento. Ya estaba curado cuando llegamos a Londres, aunque, como puedes ver, tengo la cara llena de cicatrices de las quemaduras del sol.
Toñó le miraba sin pestañear. Se sentía un adolescente ante un héroe de leyenda.

-Allí, me compraron la ropa de un muchacho que murió de una paliza y fui enrolado en el barco que me recogió. Enseguida comprobaron mi habilidad para la reparación de las averías y desperfectos en el armazón del barco, sin embargo, pasaba más tiempo subido en el palo mayor. En un principio, estuve de vigía en parte de los viajes. Desde esa altura oteaba los lentos y cargados barcos de mercancías, pero preferíamos los de la India y las Américas, cargados de especias, seda, oro y plata.
Siguió diciendo que la carabela que lo recogió pertenecía a la flotilla del Francis Drake, el corsario que llegó a ser vicealmirante de la marina real inglesa; últimamente se había metido a político dejando sus naves a cargo de sus capitanes más leales.

-Aprendí inglés, estudié y pronto me convertí en sobrecargo en el “Golden Hind”, la nave de Drake, el hombre que me salvó la vida.


Sabrás que atacamos un convoy español, cerca del istmo de Panamá. Iban, por lo general, cargados en su mayoría de oro y plata. Esperamos a que se aprovisionaran para cruzar el Océano Pacífico, Drake se alió con un francés llamado Le Testu para atacarles. Conseguimos prácticamente todo el botín, excepto algunos navíos que les iban custodiando y que hundimos. Se defendieron bravamente, tuvimos que dispararles a la santabárbara para rendirlos, aun así, mataron a varios de nuestros hombres y hundieron o averiaron a muchas de nuestras naves. Llegamos a Inglaterra tan sólo treinta hombres y tres barcos, pero todos ricos de por vida. Fue cuando decidí comprar esta carabela, ¿recuerdas que era nuestro sueño?

-Sí que lo recuerdo, yo he comprado también un buen navío, pero me dedico al transporte de mercancías.

-Bueno, eso a tu gusto, no te impondré que nos convirtamos en socios. A mí me va muy bien dedicándome al comercio “libre”. Eso lo comentó con la ironía más hiriente y riéndose en una carcajada escalofriante, a sabiendas de que semejante actividad pirata, no era del agrado del amigo.

Le contó que había apoyado a la armada inglesa en varias batallas, incluso contra España. Toño no daba crédito a lo que oía, le parecía mentira que aquel hombre hubiera cambiado tanto. Sus padres estarían disgustados a pesar de verle vivo; estaba seguro de que ni sus vecinos estarían de acuerdo con esa forma de vida. Tuviera o no patente de corso, no era más que un sicario.

-He comprado en Comillas una gran casa, cuando quieras podrás visitarme, serás recibido como un hermano, como siempre, Toño, como siempre –miraba a su amigo de soslayo-. Tengo criados negros, me los traje de una remesa de esclavos que vendí en Londres, son jóvenes y tendrán hijos con sus mujeres para cuidar y mantener la posesión que compré en Rubárcena. Es tan grande que llega hasta la misma costa. La he llamado “El Galeón”.

Toño salió de allí azorado, sin invitarle a conocer a su hijo recién nacido, bautizado con el nombre de Tinín en su honor. Ahora lo sentía como un insulto. No era su amigo de siempre, leal y trabajador. Tenía el alma dura y oscura, tanto como el mascarón de su barco. Al dar la esquina oyó sus risotadas y le pareció un loco.
Regresó a su casa, intentó descansar de tanta emoción, acunó a su hijo y besó a su mujer antes de acomodarse en su lecho, perfumado y limpio.

No consiguió pegar ojo. De pronto oyó las campanas a arrebato, algo sucedía y era grave. Llamaron a su puerta y le comunicaron lo ocurrido. Salió poniéndose la chaqueta sobre el jubón de dormir, se calzó sobre la marcha y corrió de tal manera que casi dejaba atrás el viento del nordeste. El pueblo se llenó de antorchas y del griterío de todos sus habitantes, tanto daba que fueran de las grandes casonas o de las más humildes de los arrabales. Ahora también distinguía el tañer de la pequeña campana de la ermita de la Barquera.
Bajaban todos por la cuesta del castillo en tropel, los patrones daban órdenes a grito pelado al llegar al muelle. La tripulación del “Quilla” aumentó con 40 vecinos armados hasta los dientes, cualquier cosa les servía, desde las azadas hasta las cuchillas de despedazar las ballenas. Arriaron las maromas rápidamente y fue uno de los primeros barcos que salieron por la canal.

-Patrón –dijo Berto-, hemos de cuartear el rumbo, el nordeste tira fuerte; saldremos entre el Fuerte de Santa Cruz y la Peña Mayor a mar abierta, así podremos afrontar mejor la maniobra, el tiempo que perdamos en la salida, lo ganaremos por las menos dificultades.

Pedro, Fredo y Berto se encargaban de todo, aún servían bien bajos sus órdenes, tenían una gran experiencia y gracias a ellos, seguía aprendiendo del oficio de la navegación.
Casiodoro estaba enrolado con Toño desde que botaron el barco del astillero; ejercía el oficio de tripulante y de ayudante de compras, era además un vigía excelente; llevaba soldada y media en todas las singladuras, era listo y un trabajador incansable; hacía buenos contratos y sabía escoger las calidades de las mercancías tan bien como él mismo. Seguían siendo buenos amigos. 
Salían sin despedirse de la Virgen como en otras ocasiones, solamente los franciscanos estaban orando de rodillas en el muro. Dejaron atrás la Punta de la Espina y navegaron a toda vela ayudados por la corriente de la bajamar.
Era impresionante ver a todos los barcos llevando en las cubiertas a tanta gente, incluso los remeros bogaban en las traineras con una fuerza jamás vista; se ocuparían de recoger a los hombres caídos al agua en la refriega que se avecinaba.
Toño pensaba para sí mismo: “¡A quién se le ocurre robar la imagen de la Virgen, a quién!, tan solo por un reto inútil y la corona de oro que portaba la imagen. Además según contaron, haciendo mofa de los clérigos que la guardaban, riéndose de santos y fieles. Se había metido en una operación suicida, pues era sólo un barco contra toda la flota de San Vicente, añadiéndole a la ofensa que, aquel día era el aniversario de la entrada milagrosa de la imagen en el puerto, el segundo martes de la Pascua. Sabía de sobra que se había celebrado ese día por todo lo alto, como siempre.”
Se notaba entre la gente sentimientos de todo tipo, los había ofendidos y deseoso de recoger el “guante” lanzado por Tinín desde aquel velero, muchos de ellos rabiosos, y otros, clamando venganza, y más, ante la perspectiva de rendirle fácilmente.


Pero aquel comillano reconvertido a inglés sabía del oficio de navegante. Por fin consiguieron cercarle a la altura de la ría de Oyambre.
Aun así, descargó dos andanadas con sus cañones, dejó el palo mayor del “Quilla” partido en dos, el castillo de proa del “Barquera” hecho añicos, algunos desperfectos menos importantes en otros cuatro; pero le fue imposible disparar más. Le abordaron desde tres chalupas y una pinaza. La tripulación del “London” luchaba y obedecía ciegamente a Tinín, a pesar de su evidente desventaja; no dejaron de combatir en ningún momento y hubo que amarrarles una vez vencidos.


Les sorprendió el color de la piel de aquellos hombres, procedían de muchos países; había africanos, asiáticos, e incluso rubios nórdicos.
Lo primero que hicieron fue poner a salvo la imagen de la Virgen, la embarcaron en el barco construido más recientemente, “El Mero”, para regresar lo más segura y rápidamente posible al santuario. Entretanto, desmantelaron los cañones del barco corsario y los tiraron al fondo del mar, se llevaron todas las velas y rompieron el timón.
Toño no quiso ver a su amigo, hoy convertido en un truhán enloquecido. Se sentía traicionado y el pecho le dolía tremendamente. Aquel amigo a quien había añorado tanto tiempo, ¿dónde estaba ahora?
Los barcos averiados regresaron más lentamente a puerto, dos de ellos fueron remolcados por las otras naves y llegaron más tarde; los demás les esperaban a la entrada y en la canal. Pretendían desembarcar todos juntos y pasar desde el muelle hasta la Barquera con la Virgen. Construyeron unas andas con los restos de la madera astillada en la batalla, y cubrieron la imagen con un velo de seda calado que guardaba Pedro a bordo, era para la boda de su hija y lo tenía guardado en su arcón, en un
compartimiento del rancho.
Una vez que desembarcaron, todos los barquereños caminaron en procesión hasta depositar la imagen en la hornacina de la capilla. Cantaron salves marianas, rezaron la eucaristía y el rosario junto a los franciscanos encargados de su cuidado. Sonó incesantemente el repicar de todas las campanas del lugar durante todo el acto religioso. Lo conmemoraron durante días, a la misma hora del regreso de la Virgen de la Barquera.


Desde entonces, quedó instaurada anualmente una procesión marítima en el segundo martes de Pascua. Se convertiría en una festividad mariana. Coincidía además en esa época del año en que la mayoría de los barcos estaban recalados en el puerto.
Se hizo en las pleamares para embarcar todo el mundo que lo deseara, desde los niños hasta los ancianos. Transportaban a la Virgen los marineros más jóvenes, embarcándola a bordo del barco construido más recientemente, y desde entonces, las mozas hicieron sonar panderetas y castañuelas en su honor; lucirían ambos los vestidos de gala.





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