Capítulo I
Javier, el patrón, estaba embarcando en su ballenero. Acababan de avisar desde la torre vigía por medio de una hoguera de hierba seca, y el humo era blanco, luego estaban al este. Quizá, esta vez se adelantaran a los comillanos que estaban a mitad de camino entre los dos puertos.
-¡Toño, amarra ese cabo, hombre! -siempre está en las nubes este muchacho.
- ¡Patrón, subimos ya todos los arpones; hace falta algo más de chicote en la barca de Samuel!
-¡Pedro, trae una estacha más larga y ponla en el amarre de proa! Átala bien por si acaso. Sujétala a la bita, no vaya a pasar lo de la otra vez. Por esa causa perdimos la ballena y se la llevaron los de Comillas. ¡Maldita sea!
Eran las primeras horas de la madrugada, pero tenían los faroles llenos hasta los topes de aceite de ballena. La caza duraría muchas horas y la noche les vendría encima; ese combustible no olía ni desprendía humo, así que, los cristales que lo protegían del agua y el viento siempre permanecían limpios.
Toño los había repartido por toda la cubierta del barco y había colocado uno a proa y otro a popa de los bateles. Recordaba sus años de grumete; gracias a ese aceite no tenía que limpiar los faroles en una temporada, siempre y cuando quedara saín.
Con esta grasa licuada de las ballenas se hacía también jabón, igualmente, utilizaban los restos grasos que quedaban en el fondo de las ollas para el engrase de las pastecas de hierro, las cadenas de las anclas o en los ejes y ruedas de los carromatos.
El barco llevaba convenientemente preparados y sujetos dos cabestrantes para cada batel, y con ellos, serían izados de nuevo a bordo, una vez acabada la labor.
Toño estaba nervioso hoy, tenía extraños presentimientos. Posiblemente, vería a su amigo comillano Tinín, pues los barcos del puerto vecino eran avisados por los vigías de sus propias torres y acudirían, como ellos, a la caza de las ballenas.
Estos jóvenes amigos lucían buen aspecto. Morenos, altos, musculosos y de ondulado pelo negro. Tinín tenía los ojos claros. Ambos estaban marcados con visibles cicatrices, causadas durante una pelea que tuvieron de chavales. En ella habían caído por la zona de la Peña Marina y quedaron enredados entre los bardales y el argumal reseco. De allí salieron con las caras y manos arañadas, llenas de hilillos sanguinolentos; sus cuerpos quedaron adornados de moratones y rasponazos. Estuvieron doloridos unos días.
Pasaban gran parte de su tiempo libre en la costa, pescaban erizos, pulpos y caracolillos, esperaban la llegada del buen tiempo para hacerse a la mar.
Imaginaban que serían dueños y socios de dos grandes barcos de cabotaje, repletos de mercancías valiosas, y que cada uno de ellos patronearía una de esas carabelas. ¡Sí, tendrían el palo de bauprés bien asegurado en la roda! Los habían visto hasta de 45 metros de eslora y casi 10 de manga, con tres mástiles, un castillo de proa y otro de popa. Esos eran los que deseaban para ellos. Los de más calado, ya que así podrían transportar en sus bodegas 400 toneles macho, de los llamados cántabros, los más grandes. Al pensar en ello, sonreían ilusionados.
Tendrían una tripulación de treinta y cinco hombres, con tres o cuatro grumetes para repartir mejor el trabajo y se prometían no maltratarlos nunca. Eso sería obligado, pues recordaban los bofetones y patadas que recibían esos muchachos a bordo. Con ese maltrato es algo con lo que ellos nunca estuvieron de acuerdo.
Tinín se encargaría igualmente de comprar las mejores fisgas, cuchillos y los elementos necesarios para desollar y trocear las ballenas, además de los arpones fabricados en Comillas, ya que éste sería uno de los productos que venderían por los puertos dedicados a este tipo de actividad. Se encargarían también del comercio del saín y de la carne de los ballenatos, una vez se subastara en cualquiera de los lugares donde atracaran. El otro barco transportaría los demás productos no perecederos, así, no se impregnarían de los fuertes olores de los ahumados y los salazones.
Comprarían y reservarían parte de esa sabrosa carne curada para celebrar con la tripulación las llegadas a buen puerto, una vez conseguidos los beneficios, y así comerían como los ricos señores y los nobles.
-Toño, ¡despierta, hombre!
-¡Voy!
-Comprueba los cabestrantes y asegura bien los esquifes; el vigía ha visto gran cantidad de ballenas a dos leguas y los de Comillas estarán al quite. Tendremos que salir más afuera.
- Fredo, ¿afilaste el resto de las cuchillas y les aseguraste bien los mangos a las bocas?
Fredo era otro de los arponeros, tenía ya 50 años, pero seguía siendo indispensable; era grande como la torre del castillo, le llamaban “Cachalote”, ya que esa fue su primera pieza arponeada y muerta. Llevaba en una cadena de plata colgada al cuello, como recuerdo, un enorme diente de la boca de aquel formidable animal.
-Sí, patrón, arranchamos también los cestos y las redes en la bodega, sacamos las ollas cerca de las astillas de madera y cargamos el galipote -ese combustible aumentaba la temperatura de las hogueras-.
De este modo facilitarían el trabajo de las mujeres, los muchachos y los ancianos en las labores de cocción y licuado de la grasa, siempre y cuando volvieran con alguna pieza a puerto.
-Berto, ¿lograste las lanzas más largas? Espero que las sangraderas estén mejor canalizadas que la otra vez, mira que hacer sufrir a la presa no nos saca de nada.
-Sí, Javier, todos los aparejos están en orden.
Berto era el único que se dirigía al patrón por su nombre de pila. Ese privilegio lo tenía de obligado cumplimiento. La orden le fue dada desde que en una cacería de ballenas con traineras, cerca de la costa, le salvó de morir ahogado. Berto se lanzó al agua cuando el patrón se vio arrastrado por aquel cachalote herido, que intentaba zafarse del arpón y buscaba con rapidez el refugio en las profundidades; la cuerda se desenrollaba normalmente desde el tinaco, pero se enredó y atrapó la pierna del patrón arrastrándole al fondo. Este tripulante consiguió llegar a él, cortó la cuerda con su puñal y le subió a la superficie. Javier estaba desmayado y sangraba por una herida en la cabeza. Se la había hecho al caer y golpearse contra el grillete de encarrilar el chicote.
El patrón pasó lista de los treinta y ocho hombres y los dos grumetes, era indispensable que no faltara nadie, todos tenían un papel importante en estas cacerías. Dio la orden de partida y saludaron, como siempre, al pasar bajo la ermita de la Virgen de la Barquera. Algunos de los franciscanos recién llegados de Madrid observaban admirados a los barcos que salían al mar.
-¡Eh, chavalucu!, ¿metiste las hachas en los botes?
-Sí, patrón –contestó aquel grumete avispado y trabajador.
Éste tenía el aprecio de la tripulación y siempre llevaba propina de las soldadas y quiñones pagados a los tripulantes, y hasta del patrón, en los repartos de los ingresos por la venta del pescado. Su historia era curiosa, pues le habían recogido desmayado en el camino de acceso a la villa, acurrucado al final del puente, cercano a la cuerda de la campana con la que se llamaba al guarda de la garita, justo a la entrada del fielato.
Es posible que este muchacho recorriera arrastrándose aquellos treinta y dos arcos del puente, del que decían cuando lo acabaron de hacer, que era el puente más largo del reino.
El chico estaba sucio, lleno de piojos, huesudo y asustadizo. “Según contó mi padre, olía a rayos y a barriga de ballena. Es posible que huyera de algún amo sin escrúpulos”. Cuando recuperó algo la salud, dijo llamarse Casiodoro. Contó que le bautizó con ese nombre el párroco del pueblo donde nació, en honor del primer traductor de la biblia del latín al castellano, porque recién nacido estaba lleno de vello y parecía un osezno. Ese libro sagrado tenía en la portada la imagen de un oso, y así quedó bautizada, “La Biblia del oso”, y él, con el nombre del autor.
Tardó en salir adelante. Una vez mejorado le pusieron a vivir al lado de las bodegas, en una cabañita con todo lo necesario. Tenía como tejado la piel de una ballena desecada. Disponía de un cómodo camastro hecho con hierbas y las hojas de aquel fruto amarillo que había traído el tripulante de un barco que viajó a las Américas y al que se las compró el patrón, y a cambio, con ese dinero, estuvo emborrachándose durante un mes, así fue como empeoró su salud a marchas forzadas. Este fruto sobresalía de unas varas en tramos y derechas como lanzas, eran semejantes a las de los cañizales de la orilla de la ría, pero se partían fácilmente. Los llamaban panizos.
Creían en la villa que ese hombre se llamaba Pablo, y murió poco tiempo después a consecuencia de las heridas producidas por la caída del palo mayor en su último viaje, sumado al escorbuto que padecía por la negativa a consumir limón u otros vegetales en ambas travesías americanas.
Todo ello añadido a las borracheras indecentes que pillaba, había originado en su piel llagada, hemorragias, y sus pústulas estaban siempre supurantes y blanquecinas.
El lugar donde vivía emanaba un olor a vino fermentado y a pescado podre. Las moscas llenaban como una nube negra aquel chamizo de troncos.
Las ratas pululaban por las cercanías y entraban en la choza como por su propia casa; alguna vez oyeron sus gritos de dolor cuando le mordían las heridas.
Ni siquiera en el hospital se pudieron hacer cargo de su curación, pues no dejaba de beber e insultaba y maltrataba a todos. Dijeron que tuvo hasta la rabia, pues le salía espuma por la boca.
Cuando murió, le tuvieron que llevar a enterrar envuelto en el mismo cuero donde reposaba, ni siquiera esperaron una hora, ya que su cuerpo se deshacía. Los sacerdotes se negaron a hacerle funerales a un hombre que juraba y tomaba el nombre de Dios en vano. Los enterradores usaron los guantes de unos soldados alguaciles que, habían sido victimas en una tángana entre vecinos, pues incluso tiraron estas valiosas prendas a la tumba, ya que intentaban por todos los medios no rozarse con aquello que creyeron era la peste. Después de ponerle cal viva, recién traída del calero de Entramborrios, lo taparon a más profundidad de lo normal, cercano a la peña, en el exterior del cementerio de la iglesia. Pusieron una señal que indicaba peste y quemaron todas sus pertenencias, incluso, el habitáculo donde murió.
A este fruto traído por Pablo le llamaban panoja, era alargada, de unos quince centímetros, tenía unos granos que les decían maíces, de color del polen de las margaritas. Cada una de las semillas parecían castañas pequeñas y aplastadas, estaban adheridas y muy pegadas entre sí, recubriendo una especie de tolete rasposo, al que llamaron garojo. Cubrieron aquella mezcla de hojas alargadas y hierba seca con una piel de cordero que le proporcionaba calor, todo quedaba convertido en un mullido colchón.
El abrigo para la cama se lo proporcionó el padre de Toño, y consistía en una gruesa manta palentina de lana, que estaba sobrepuesta a unas telas algo bastas que trajo Elías. Este hombre contaba a los muchachos que había sido soldado en los Tercios de Flandes.
Gracias a una recompensa por luchar mucho y bien por aquellas posesiones de Felipe II, podía ahora vivir de rentas. Trajo también una alabarda y una pica que lo menos medía cinco metros.
Gracias a una recompensa por luchar mucho y bien por aquellas posesiones de Felipe II, podía ahora vivir de rentas. Trajo también una alabarda y una pica que lo menos medía cinco metros.
“Ésta –nos dijo-, se clavaba en el suelo inclinándola, cuando nos atacaba la caballería enemiga, ya que así atravesaba a los caballos o a sus jinetes; asimismo, tenía un arcabuz y un mosquete”. Elías poseía, entre esos tesoros, un casco que parecía un caracol a medio salir, eso sí, lo mantenía brillante como la misma luna. En realidad, fue uno de los sirvientes del campamento con base en Flandes, al cuidado de las armas de Gonzalo de Bracamonte. Todos lo sabían, pero le dejaban vivir con su sueño.
La cabaña estaba construida cercana a las demás, justo al lado del muro que ahora era el cay; en ese lugar atracaban los barcos.
Contó Casiodoro que los primeros días de vivir en ese lugar, salía sobresaltado por los toques de campana de la iglesia y de las llamadas para el trabajo de descabezar y conservar en salazón el pescado. Pasaba mucho tiempo con Toño y con los hijos del patrón, donde aprendió rápido esas primeras labores.
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