lunes, 27 de abril de 2020

IMAGINA . . . .

Capítulo IV 
De pronto, se oyó griterío a lo lejos y un cañonazo de aviso. Una de las ballenas, rodeada por las barcas del “Tinín”, se había recuperado revolviéndose y luchaba por su vida.
Las pequeñas embarcaciones estaban siendo destrozadas, los hombres caían al agua heridos o sin sentido. Algunos chicotes fueron cortados por los arponeros, liberándose así del enganche con el animal; pudieron ponerse a salvo a golpe de remo y… de miedo.
Toño vio con espanto que la barca de Tinín seguía bamboleante al cetáceo enfurecido. Su arponero negó el corte salvador del hacha, permanecieron conectados al animal por la cuerda amarrada al arpón; el muchacho quería cazarlo pues le arponeó el primero y era el macho más grande que jamás vio. Era raro que estuviera cercano a la zona donde criaban las madres, quizá recaló por ser un ballenato inexperto y joven.
Súbitamente, se detuvieron y todos respiraron aliviados. El batel de Toño estaba más cerca que el barco comillano y decidieron ir a recogerlos, pues se encontraban sin remos, a merced de la mar. Remaron con toda su fuerza; el sol se iba escondiendo y necesitaban la claridad para poder ayudar. Prendieron los faroles en los barcos y bateles, serían vistos por los náufragos y también se verían entre ellos.
Toño pensaba para sus adentros: “¡Por Dios, que Tinín esté a salvo; rezaré a la Virgen de la Barquera cada día que esté en tierra, cada momento libre; lo juro!”.
Vieron aparecer entre el camino de ambas barcas aquel gigante negro de unos veinte metros, ocultándoles de la vista la otra embarcación; salía impulsado por el movimiento de su cola. Al caer al agua de nuevo, les lanzó hacia atrás y se oyeron crujidos, a punto estuvieron de hundirse de nuevo.
Agarrados a los toletes y al carel, envolvieron las manos en los estrobos para sostenerse fuertemente, esperaban a que la embarcación recuperara la estabilidad y miraron a ver si estaban todos; entre la refriega y el espumajeo del agua no veían nada, apurados como estaban por respirar.


Más tarde pudieron ver parte de las maderas de la barca de Tinín que estaban esparcidas por la superficie del mar, y uno de sus tripulantes, flotaba cercano a la proa de su embarcación, estaba muerto.
Miraron con desesperación para ver si podían distinguir a los demás hombres en la casi oscuridad. Encontraron a Sebas y a Santiago. A nadie más, a nadie. El ocaso se tornaba negro y tuvieron que volver. La búsqueda era imposible y las llamadas en el silencio de la noche no tenían ninguna respuesta, tan sólo aquel chapotear del agua contra los barcos y los quejidos de los armazones.
Percibían el silencio del padre de Tinín en lo alto del castillo de proa, estaba oteando con ojos desorbitados, tenía a su espalda cinco faroles; aparecía como una escena fantasmagórica en la lejanía. Miró a Toño cuando llegaron a su altura, apenas levantó la mano para saludar y el muchacho creyó ver, entre sus propias lágrimas, el brillo de aquellos ojos claros, inundados también en llanto; era un padre y un patrón desesperado. Dejaron a los tripulantes rescatados en el “Tinín”, y remaron hasta “La Gaviota”, izaron y amarraron los botes, seguidamente, partieron hacía el puerto.


Los dos tripulantes que rescataron dijeron que vieron cómo Tinín seguía atado al carrete en la proa y parte de la quilla, sin soltarla; gritaba maldiciones al bicho, orgulloso y tenaz como siempre. “Era de raza, de buena raza comillana, mal que le pesara a mi patrón. Había construido el bote con sus propias manos, él solo, no quiso mi ayuda, dijo que aquel batel no se iría a pique fácilmente, flotaría de todas maneras, entera o destrozada; sujetaría con seguridad el cable del arponero, no faltaría, había
forrado la roldana con hierro pulido al máximo”.
Quedaba pues, la esperanza de que no se hundiera de nuevo aquel macho gigantesco o que cediera la cuerda del arpón y quedara a flote, así la marea lo traería de nuevo a la costa.



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