martes, 28 de abril de 2020

IMAGINA . . . . .

Capítulo V 
 Anunciaron la llegada anticipadamente con una salva. Esa señal sería el punto de partida para encender los fuegos en el puerto, así calentarían las ollas y fundirían la grasa. Regresaban orgullosos con las piezas cazadas, les ayudarían a salir adelante en aquella temporada.


Toño se sobresaltó con el cañonazo; lloraba a escondidas en el castillo de popa, lejos del timón. Le dolía el estómago y vomitó. Su amigo había muerto.
Atracaron en el cay y desataron las dos ballenas, lo más cerca posible a la zona donde quedarían en seco al bajar la marea. Las inmovilizaron con potás; quedaban a la espera de la bajamar para comenzar el despiece. Soltaron amarras y alejaron el buque.
A medida que llegaba el resto de la flota, iban escogiendo los mejores lugares, anclaban donde sabían de los grandes pozos que quedaban en la bajamar, e iban rodeando toda la península.
En esos fondeaderos flotaban sobradamente los barcos a la espera de la pleamar para salir por la canal, sobre todo los navíos de gran calado. Permanecían allí una vez descargada la pesca o los fletados con mercancías para la exportación y el comercio por todos los puertos del reino, incluso extranjeros.
Los especialistas en el despiece se armaron de cuchillos y machetes; había otros utensilios semejantes a las hoces, estaban enmangados con palos largos, estos últimos, cuando hacía calo la ballena, eran usados para cortar las grasosas tiras de carne desde el lomo; al bajar totalmente la marea, la troceaban también desde una especie de andamiaje, consistía en un armazón sencillo de madera y troncos, se ayudaban con grúas desde el muelle para depositarlas sobre las piedras primero, y luego, subirlas bien
aseguradas, lo más cercanas posible a las calderas.
Las ballenas fueron cortadas en trozos alargados de grasa, gigantescos, de unos setenta centímetros de grosor, en una labor similar a los cortes rectangulares dados al tocino del cerdo. Los llevaban a hombros los hombres o muchachos más fuertes, acercándolos a las ollas ya calientes, allí, se troceaban en piezas más pequeñas y así se fundían mucho antes. Lo colaban una vez deshecho, a través de telas de saco que estaban atadas alrededor de las bocas de los barriles, de esta manera quedaba atrás la piel y las impurezas. El aceite era acarreado con cazos de largos asideros, para evitar las frecuentes quemaduras del aceite hirviendo o del roce contra las ardientes marmitas; existía el peligro de que la grasa cayera sobre las brasas y produjera fogonazos, pudiendo arder la ropa de los trabajadores. Cuando ocurría, lo apagaban a calderadas de agua que estaba recogida en toneles, cerca de las hogueras.
El trabajo era incesante y habían de ser eficaces y rápidos, la marea volvería a subir en seis horas. Mi padre se dedicó a trocear y distribuir la carne del ballenato, escogió los solomillos y las piezas de los lomos para sazonarlos rápidamente en las tinas de madera.


Habían sido encargados por la casa real a todos los puertos balleneros, pero este año los barquereños serían los primeros en enviarlo hasta la capital del reino.
Éste sería un gran privilegio, indicaría la valía de raza pescadora y la valentía de los hombres del puerto de San Vicente de la Barquera. En ese banquete especial se hablaría de ellos y apreciarían la limpieza de la carne, sin grasa ni tendones. El padre de Toño era habilidoso y experimentado despiezando las ballenas. Llevaba todos los recortes de esas sabrosas piezas para su familia. Sabían de su calidad bastante antes que cualquier noble del reino.
La piel de las crías de ballena se utilizaba también, resultaba de gran impermeabilidad y les servía para aislar las cabañas y a la sal de la humedad.
Al abrir las barrigas de los grandes cetáceos, quedaban al descubierto el estómago, los intestinos y las demás vísceras, el olor que desprendía era insoportable. Las mujeres habían de taparse la cara y la nariz con paños, así conseguían limpiar todas aquellas tripas llenas de comida ya digerida y maloliente; las abrían para raspar su interior con cuchillos y tacos rectangulares de madera; retiraban también del exterior la telilla y la grasa que las protege. Otras tripas se conservaban enteras y las daban vuelta para limpiarlas. Unas y otras eran lavadas constantemente, luego las metían bastante tiempo en salmuera, así desprendían la suciedad restante y perdían también el olor a detritus.
Quedaba en la bajamar una cantidad ingente de kilos de esos deshechos intestinales; los llevaría la marea, pero hasta entonces, se lo comían las ratas, los cámbaros, las moscas azules y las gaviotas; los mubles chupaban lo que iba quedando a flote en aquellos pozos. Quedaban estas porquerías varios días por las orillas, hasta que las corrientes de las mareas se llevaban todos los desperdicios y, con ellos desaparecía aquel olor nauseabundo.
Esos larguísimos bandullos eran útiles para transportar líquidos, incluido el mismo aceite. Asimismo se confeccionaban con ellos bolsos sofisticados. Estaban de moda entre las damas de la corte, realzados con dibujos en relieve; estos grabados se conseguían por presión, con moldes fabricados en madera por hábiles ebanistas.
Los teñían para favorecer la venta, así conjuntaban con otros complementos como gorros o guantes.
Estas mujeres que limpiaban las tripas veían recompensado su sacrificio con alguna de las barbas de la boca del animal; que utilizaban para los corsés del vestido de su boda cepillos o simplemente los vendían; los sastres las adquirían porque cosían para las damas de las grandes e importantes familias de la zona.
Los huesos eran utilizados para hacer botones, empuñaduras de puñales o estiletes, había adornos bellamente labrados e incluso, pequeños bustos de ese marfil inmaculado, logrados de las vértebras de la columna vertebral. Todo valía en la ballena.





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