domingo, 26 de abril de 2020

IMAGINA . . .

Capítulo III 
Era un grupo de cetáceos importante, se veían muchas crías de tres meses, más o menos. Recalaban todos los años desde Groenlandia, al comienzo de la primavera.
Necesitaban alejarse de los machos y buscaban alimento para amamantar; eran de las denominadas barbadas, es decir, sin dientes. Al abatir a las madres, se podían cazar mejor las crías de ballena. Bajaron los botes y se instalaron en ellos los tripulantes, el arponero, sus dos ayudantes, el timonel y el sangrador, todos servían de apoyo para rematar. Remaron fuertemente hasta llegar al cetáceo. Comprobaron el carretel por última vez.

-Vamos, todos a una. Boga, boga, vamos, va…; vira a estribor que hay un madero a flote.

Remaban con fuerza y la embarcación navegaba a buena velocidad, pilotada diestramente por el timonel, ayudándose con el remo sujeto a la chumacera de popa.
Consiguieron llegar a la altura de las primeras ballenas somnolientas.


-Acércate con cuidado, ponme a tiro de aquélla que está al lado de la pequeña, ésa que tiene una mancha blanca en la cola.

Se había puesto de acuerdo con Fredo, él arponearía a la menor una vez quedara sola. Igio, nuestro arponero, tenía ya 64 años, pero era el más experimentado. Se acercaron lo más silenciosamente posible; el batir de los remos era imperceptible.
Lanzó el arpón clavándolo en la parte más delicada del cetáceo, cerca de su sifón de respiración.


Al sentirse atacado y herido, el animal comenzó a huir hundiéndose en la mar buscando defenderse de la agresión. El cordel se desenroscaba pasando por la roldana del carrete a toda velocidad, el arponero lascaba la cuerda por el tolete a demanda de lo que tiraba el cetáceo. Las maderas del carel crujían, parecía que se iban a deshacer; era un sonido parecido al quejido nocturno de las puertas del castillo cuando el viento de oeste las empujaba. Había que tener precaución. En más de una ocasión faltó el chicote o le hubieron de cortar con el hacha, pues el animal tardaba en subir o se sumergía a mucha profundidad.
Toño cargaba el agua en cubos de madera para mojar las cuerdas, evitaba así que se quemaran por la fricción de éstas contra la madera o el carrete.


Entre gritos y resoplidos, se vieron transportados por el animal, nunca se podría remar a tanta velocidad como iban, ni siquiera lo conseguiría el velero más marinero.
El cabello se quedaba atrás y el aire azotaba la cara fuertemente. La proa de la embarcación se inclinó peligrosamente; fue en uno de los tirones del animal y entró bastante agua. En ese instante pensaron en tirarse por la borda. El patrón de la embarcación estuvo en un tris de dar la orden, pero al final mantuvo la serenidad y no cortaron tampoco el chicote del arpón a pesar del peligro.
Apenas quedaba ya cordel. La incertidumbre y el miedo se palpaban en aquella pequeña tripulación de cinco hombres. El sudor y el salitre empapaban sus cuerpos tensos. A medida que se secaban iba quedando en la ropa una especie de corteza. Olían a salitre y a sudor, incluso se dejaba notar el olor de lo que comieron poco antes de subir a bordo; era un olor ácido y profundo de mantequilla y queso.
Aquella resistente cuerda de cáñamo se estaba aflojando, se prepararon aún más.
Todo indicaba que la ballena subiría a respirar. El bote quedó parado. Se oía tan sólo, el chapoteo del agua y la respiración agitada de los hombres. Éstos no quitaban ojo a la guía que sujetaba el arpón clavado en aquella gran bestia.
La espera en silencio cortaba la respiración, les dolía el pecho por la ansiedad y el peligro cierto. Ignoraban el lugar por donde emergería la ballena. De pronto se produjo un movimiento en el agua, a unas veinte brazas.

-¡Calma, quietos los remos aún!, sujetadlos bien a los estrobos y poned las fisgas a punto. Por la forma de tirar creo que está floja de fuerzas, la herida debe ser mortal.
¡Toño, tranquilo, que va a subir, hombre!

-¡Allí, allí, a babor!, -gritó Toño muy excitado, era la primera vez que localizaba la salida a la superficie de uno de aquellos animales.

Sí, claro que subió. Lo hizo elevándose sobre la superficie envuelta en su propio remolino, formando burbujas y con la boca abierta, resoplando y emitiendo bufidos estertóreos. Aunque herida, todavía resultaba amenazante. Su aspecto imponía y erizaba el vello; la cola golpeaba con fuerza, y a Toño, los ojos se le salían de las órbitas. El salseo que formó al irrumpir en la superficie movió la embarcación de forma mareante. Al dejarse caer en su salto moribundo, produjo un oleaje que por poco hunde los botes.

-A ver, estad atentos por si se recupera, necesitará quince minutos para tomar aire y volver a hundirse, vamos remad con fuerza, –así gritaba Igio el arponero mientras enarbolaba con fuerza otro arpón en su mano izquierda.

Vieron con asombro el sol reflejado en los ojos oscuros y grandes de aquella ballena, parecía querer matarlos con la mirada. La veían elevada sobre el agua y eso la hacía aún más temible. Era enorme, y de la boca abierta, pendían cientos de barbas en su mandíbula superior que medirían por lo menos tres metros. Parecía el toldo desgarrado y fantasmagórico de alguna vieja vela. Olía fuerte la sangre que manaba abundantemente por la parte alta de aquel ancho lomo sin aletas. El olor salobre se le introducía a Toño por la nariz, mezclado con el agua. Al llegar a la garganta le provocó una arcada; los ojos le escocían, veía borroso por las salpicaduras y por la cortina de agua que se formaba al caer de su cabello empapado.
Observaron al acercarse que tenía razón Igio; el arpón estaba tan cerca del surtidor por donde expulsaba el agua para respirar, que se juntaba con la hemorragia de la herida.
Llegaron tres de los botes a su costado y asaetaron su gran cabeza para terminar con ella e inmovilizarla.

El sangrador intentaba eliminar de su cuerpo el máximo de sangre, así se conseguiría una carne más clara y mejoraría el precio de venta. Aquel espeso y rojo fluido se extendía por la superficie del agua, tiñendo todo a su alrededor de un color escarlata, convirtiéndose en un reguero ovalado arrastrado por la corriente.
Poco a poco fueron anudando cuerdas a su cola y pasando otras bajo su panza.
Lo conseguía buceando uno de los marineros jóvenes, de esta manera pasando bajo la ballena varios cabos que después distribuían a lo ancho del cuerpo del animal y lo ataban al costado del barco. Las ballenas no se hunden al morir, como pasa con otras especies.
A la pequeña la ataron de otra manera. Con un chicote lo suficientemente largo para rodear el ballenato, amarraron dos piedras a la anchura del contorno, tomando los cabos desde el carel del barco hasta uno de los botes, los pasaron primero bajo la cola y después, por debajo del animal; luego lanzaron desde el batel el otro extremo a bordo del barco y ataron, de paso, todas las cuerdas que aprovecharon a deslizar a la vez.


La extremidad era levantada en dirección a la proa de la nave y suspendida en alto fuera del agua; la cabeza hacía de este modo menos resistencia y era más fácil trasladarla.
Terminaron de afianzar las presas con cuerdas pasadas a través de agujeros hechos en la piel, sobre todo en la cabeza que, por su tamaño y por tener contacto con el agua, era la más susceptible de producir problemas. 
La ballena grande medía más de quince metros, casi la mitad del barco. El trabajo de amarre era agotador, sumado a un cierto temor. No sería la primera vez que un animal se recuperara e intentara escapar desarbolando el navío con movimientos bruscos. Fredo estaba abarloando al costado del buque con su grupo y acercando la cría muerta. Había sido un día de buena caza, según los cálculos del patrón, podrían sacar más de cien pipas de grasa, sin contar la excelente carne de la pequeña ballena.




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