CAPÍTULO IV
Miguel, tenía curiosidad por
todo y sobre los oficios sobremanera, por ello, faltaba a las clases, las más
de las veces, investigando por los astilleros.
Le encantaba ayudar a recoger el chapapote de los pozos y no le importaba
su fuerte olor. Una vez caliente, junto con la estopa, servía para calafatear
las heridas, las aperturas de los listones o tinglados en los cascos de los
barcos y en sus cubiertas.
En una ocasión le tomaron el pelo encargándole que trajera la caja de las
herramientas del carpintero de rivera, que tendría casi una vara por un codo
real de rivera -también llamado tres dedos-, de alto y ancho, (83 x 57 x 57
cm). Al intentar levantarla casi deja el brazo. Lo intentó de nuevo tirando con
las dos manos; al ver las risas de todos, pensó que estaba clavado en aquella
base para sostener la nave en construcción. Cuando iba a tirarles con barro,
comprobó que el ayudante del carpintero recogía con facilidad ese peso. Aquel
cajón albergaba multitud de herramientas, martillos, legras, azuelas, garlopas,
formones, tenazas y algunos clavos, podría pesar alrededor tres arrobas, (33
kilos). Entonces comprendió porqué todos aquellos hombres tenían los brazos
grandes, con fuertes musculaturas y espaldas anchísimas, tanto como los
pucheros de cobre o alfarería, utilizadas por su madre para las grandes
comidas, donde según le contó ella, le metía de pequeño, para que no se
lastimara gateando por la cocina.
También allí era feliz. Veía el trajín de las chalupas cargadas de pescado
y en alguna ocasión, cogía de los cestos algún calamar para salpicar de tinta a
Tomás.
Los
dos amigos quedaron en el patio de la iglesia pero, a Miguel le gustaba más
meterse entre los esqueletos de las estructuras, entre aquellas cuadernas de
roble en las que empleaban madera verde -preguntó el por qué y le dijeron que
era más fácil de arquear-, o subir a las cubiertas sin terminar,
donde igualan los baos para que asentara bien todo el revestimiento. La
semana anterior había visto cómo colocaban la tapa de regala y remataban el
forro al barraganete. Lo hacían con una maestría envidiable y Miguel ansiaba
ayudarlos.
Miraba con extrañeza el cepillo curvo, el padre de Tomás no lo tiene por
su taller y tampoco la falsa escuadra. Colocarán acto seguido, el puente donde
se pondrían las catapultas de madera y hierro, las calderas en las que se
prenderían los proyectiles para lanzarlas hacia los barcos enemigos. -cavilaba
cómo lo harían, se sentó en popa donde situarían el timón de caña, se hizo con
una brújula imaginaria y se figuró las órdenes que tendría que dar: ¡A estribor
a toda vela, mantén la latina tensa!-.
Constantemente soñaba…
Quería ser el capataz que mandaba a los remeros a bordo, compensarles
después de la batalla ganada con pan, cecina, agua y aquellos limones que
protegían del escorbuto de tantos días navegados o en lucha, y
la promesa de que al regreso, les retribuiría con suplementos de algunos
maravedíes más del pago estipulado y repartiendo garrafas de aquel brandy que
tanto les gustaba.
Sería médico a la vez; sí, sabría curar las heridas y sacar
las muelas careadas que hacían gritar al más fuerte de los hombres. Él lo había
visto. También quería ser herrero, fabricaría sus propias armas, sus escudos e
incluso el casco para las justas, como las que vio en la playa
grande a marea baja. Los jinetes iban montados en los caballos más bonitos que
nunca vio. Se imagino a sí mismo, adornados con telas de colores y cabalgando con
elegancia o en ataque, como aquellos caballeros con los escudos de sus armas
pintados e igualmente, bordados en los estandartes, vestidos con mallas y
armaduras relucientes al sol, espuelas preciosas y brillantes, portando lanzas
largas, adornadas con flecos que colgaran al viento...
Fue testigo también de las peleas a pie para entrenamiento de los soldados
que pronto partirían, unos por tierra y otros embarcados, lo hacían con
espadas, puñales, bolas o mazas con clavos, pesadísimas, pendiendo de aquellas
cadenas para impulsarlas con fuerza, con arcos y el carcaj lleno de punzantes
flechas, adornadas por plumas teñidas con los colores de la bandera que lo
identificaba, un valuarte que debían defender contra viento y marea, pues de
perderla en las batallas u otros conflictos, simbolizaría la derrota. Pretendía
ser el dueño de esas armas preciosas con grabados, auténticas obras de arte
llenas de adornos... Quería una espada labrada como la Tizona del Cid.
Se les adiestraba a casi todos, porque los hombres, por medio de levas,
eran arrancados de sus hogares, quisieran o no, ajenos a la milicia
profesional. Su padre le dijo que algunos fueron ejecutados por negarse. Solían
ser los más jóvenes y fuertes, dejaban sus familias sin ayuda, merced de los
pechos o diezmos que habían de pagar como impuesto a la Iglesia, y hasta la
mitad de lo restante a sus señores feudales. Lo injusto era que los nobles
urbanos, estaban exentos de satisfacer impuestos indirectos, como los
mercaderes, los artesanos enriquecidos, incluidos los caballeros. Él, iría
voluntario a la guerra.
Textos, Ángeles Sánchez Gandarillas
Ilustraciones, J. Ramón Lengomín
Pinchando sobre las ilustraciones, las puedes ver más grande y con más detalle
ResponderEliminarSeguimos enganchados a la historia un viernes mas,en cuanto a los dibujos de esta semana encuentro muy divertido el del sacamuelas! y tiene ademas un toque de ironia.
ResponderEliminarLos Cámbaros.
Sí, quizás Antonio del Corro necesitó de un sacamuelas y Miguel fuera el único que sabía curar, es posible que a raíz de esta situación, Corro tomara a Miguel a su sevicio personal y lo llevara a los muchos viajes de este Inquisidor Bueno y la historia podría continuar, incluso, con amoríos de Miguel, secretos de alcobas, cartas traicioneras, espadas y venenos, ufffff...
ResponderEliminarLines y gracias por la idea.