«El fuego avanzaba y el calor era insoportable», recordaba ayer al mediodía Marcelo, el joven brasileño que tuvo que abandonar su vivienda en llamas, en una situación desesperada.
Estaba en la cuarta planta de un edificio situado frente a la plaza del Cantón, en San Vicente de la Barquera.
Primero llegó el olor picante de la madera y la pintura chamuscada. Luego una nueve de humo por debajo de la puerta, después las llamas. No tuvo tiempo de pensar, en esos momentos su cerebro sólo buscó respirar, vivir.

En la plaza decenas de personas miraban aterrados la escena. También medio ahogados, pero por la angustia de ver en directo el drama de la muerte. Las mujeres gritaron cuando Marcelo puso sus pies sobre el alfeizar, con el cuerpo pendiendo en el vacío, y las manos crispadas sobre el marco de la ventana.
Decenas de ojos fijos en sus manos, en sus pies, en los 20 metros de abismo urbano. Era una caída brutal, sobre un callejón estrecho, entre dos muros.
Pero el tiempo se detuvo allí, para seguir con otro guión, el guión de lo imposible. Y entonces Marcelo hizo lo único que se podía hacer: subir por la pared. Su bandera de Brasil se quemada en la ventana de al lado, por la que salía el fuego negro y rojo del incendio.

Después, en la calle, alguien le prestó un polo, unas zapatillas y agua. Había hecho una proeza atlética. Era necesaria una fuerza sobrehumana para subir por aquella pared, para izar el cuerpo sobre el vacío, y escalar hasta el tejado. Pero no es deportista, ni se entrena en ningún gimnasio; simplemente cambió el guión probable del día.
Ahora, ya salvado, no recuerda el milagro, sino los detalles accesorios de la tragedia, en esa parestesia de después del shock. «Se me ha quemado la bandera», dice mirando con tristeza la ventana donde antes ondeaba.
Tendré que comprar otra bandera de Brasil», añade, mientras sigue mirando con ojos ausentes como arde su vivienda«
Agustin Laguna
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