El eco de las campanas llamando a Misa Mayor había desaparecido. El muchacho apuró hasta el último momento en el Campo de Santamaría, al lado de las compuertas, “comportas” como decía su abuelo. Estaba a la espera de ver las lubinas que solían quedarse en los pozos al bajar la marea. Desea volver con las cañas y con su abuelo, siempre le contaba historias de antaño.
-Con estos pinos que plantaron, desgraciaron el lugar, hijo, lo descastaron de “tó”.
El abuelo le había enseñado a atrapar los cámbaros y a cavar el fango en la bajamar, así recogían esa gusana especial para pescar.
Podía oír los gorjeos hipnotizantes de las palomas torcaces apostadas en las copas de los pinos, y, los ladridos de los perros en la lejanía; desde aquel lugar veía flotar las gaviotas en la superficie como si fueran barcas ancladas, inmóviles. Lo que más le gustaba era cuando levantaban el vuelo desde el agua. Extendían las alas y las movían con fuerza, cada aleteo deja un camino sobre la superficie que desaparecía rápidamente, una especie de cambera liquida por la que solo pasa cada una de ellas. Colgaban de su cuerpo las patas inertes y su cabeza parecía coser el aire con el pico.
-¡Ay Dios, llego tarde otra vez!
Subió por la cuesta del “puentucu” que “perdía el culo”, no vio una moñiga y la evitó en el último momento.
-¡Me salvé por un pelo!
Pero, claro, al final de esa pirueta perdió el equilibrio y cayó de bruces contra la orilla embarrada. Tenía las manos como si hubiese cavado todo el fango de la ría a mano. Se limpió contra la hierba con rapidez y siguió, casi ahogado, cuesta arriba hasta llegar a la explanada de la iglesia.
Abrió la puerta con cuidado, caminó en silenciosos y lentos pasos pegado a las capillas de la nave de la derecha, se coló en la sacristía y abrió el cajón de aquella cómoda, que era más vieja que sus cuatro abuelos juntos, y se vistió de un golpe la amplísima túnica blanca.
Esperó a que el párroco, Don Damián, se diera la vuelta para hacer la primera lectura en el atril de la izquierda.
Eso le dio el tiempo necesario para salir de la sacristía pegado a la pared; como alma que lleva al diablo, pasó por detrás de sus once compañeros. Pedro le ofreció las campanillas; al ir a recogerlas, vio que sus uñas estaban de luto, un luto que parecía estar allí por todos los difuntos del pueblo; decidió, solamente por una vez, que las tocara él.
Se secó las gotas de sudor de la frente y el flequillo de su pelo pelirrojo -tan tieso y ralo como las púas de un puercoespín-, con el mantelito que tenía San Pablo bajo el pedestal y escondió las manos en las amplias mangas. Notó el olor a la menta con la que se limpió las manos y vio con estupor, las huellas de sus pisadas embarradas por el pasillo, llegaban a la sacristía y también se veían por las escalerillas que llevaban al altar.
- ¡Uf, fijo que me descubre, me la voy a cargar con todo el equipo!
No tenía escapatoria. Su madre se enteraría de que volvió solo al Campo Santamaría.
Respiró profundamente y dejó que los párpados le bajaran hasta esa medida, en la que decía Sor Mar, que parecía un angelito. Quizá eso le podría salvar del castigo.
A pesar de todo, mañana, después de clase, iría a la “comporta”, al anochecer, en bajamar; las lubinas se reunirían en el pozo grande...
No sabía porqué su madre se preocupaba tanto, su abuelo lo cuidaría desde el cielo. Él le dijo que lo haría y le recomendó que fuera bueno...
Ángeles Sánchez Gandarillas
4-XII-2011
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